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Notas en respuesta al artículo de Gorka Laurnaga [1], y a todas las personas que nos acusan de ecofascistas

La primera sensación que nos surge tras la lectura de este artículo es una especie de orgullo por saber que estamos haciendo un buen trabajo. El artículo desarrolla un discurso complejo y ramificado, incluyendo citas bastante rebuscadas, con el objetivo de cuestionar e incluso denostar la oposición popular contra la industria macro-rrenovable. Nos damos por aludidas porque somos personas de plataformas populares que trabajan y luchan por la defensa y recuperación del territorio, contra macroproyectos energéticos y de otros tipos.


El autor afirma que “se está produciendo un corrimiento del imaginario de una parte de la sociedad y del ecologismo desde un consenso claro a favor de las renovables a uno ambivalente o incluso antirrenovable”. Sería más correcto utilizar el término “macrorrenovable”, pues el problema es la escala industrial del modelo que se quiere imponer, pero sí es cierto que se ha ido conformando una oposición popular, que se ha expresado cada vez más claramente en las calles, en las universidades, en los centros culturales, en los cines y en la prensa. Es un fenómeno que no tiene vinculación partidista, y que no genera poder ni dinero. Sin embargo, preocupa a las instituciones y a los partidos, tanto que en repetidas ocasiones han empleado tiempo y medios para denigrarlo públicamente, como es el caso de este artículo. En este sentido, estamos haciendo un buen trabajo! Sobre todo, si consideramos el enorme despliegue de medios con el que cuenta el relato oficial de la transición energética.


A continuación desarrollamos algunas reflexiones sobre el contenido del artículo. Es un texto complejo que toca muchos temas que no podemos abordar de manera sistemática en pocos párrafos, pero nos parece importante contestar por lo menos a dos de las acusaciones que se nos plantean, en concreto, la de defender un discurso ecofascista y de retrasar el desarrollo urgente de soluciones a la crisis climática.


Respecto al primer punto: el artículo establece un paralelismo entre el discurso antimacrorrenovable actual y el “ecologismo” que defendía Hitler, pues, según el autor, ambos reivindican la defensa del territorio desde un imaginario paisajista nostálgico y anti-progresista, basado en el supremacismo étnico y el egoísmo nacionalista. Podrían desarrollarse muchos argumentos acerca de esta comparación, pero aquí solo nos centraremos en uno. No es la primera vez que las instituciones y los medios adictos nos acusan de egoísmo y ceguera, aunque hasta ahora no habían utilizado la palabra ecofascismo, sino el apodo más suave de “nimby”. Pero la idea es siempre la misma: el rechazo popular a las macrorrenovables se interpreta como una forma de egoísmo, de personas que quieren resguardar lo suyo - su paisaje, su monte, su pájaro, su país - sin entender que el cambio climático es un problema que nos trasciende y para el que tenemos que sacrificarnos, de manera urgente. Según el autor, las personas que luchamos en contra de proyectos macrorrenovables, al igual que los nazis, pretendemos resguardar nuestro paisaje, externalizando e invisibilizando los costes de nuestro estilo de vida, lo cual en nuestro caso, implica además avalar el dominio del petróleo en la energía y la economía. Eso es lo que hacen movimientos y partidos de extrema derecha o afines, que ciertamente también se oponen a las renovables, igual que utilizan cualquier cosa que sirva para apuntalar el populismo. Pero en la oposición popular organizada a los proyectos de macrorrenovables, no tienen presencia.


Así mismo deberíamos preguntarnos por qué el autor de este artículo no propone proteger la biodiversidad y los ecosistemas naturales que la contienen como modo indispensable de sobrevivir a la degradación y destrucción natural causada por las mismas agencias fosilistas ahora autopintadas de verde. Tampoco se cuestiona de una manera radical la propuesta que este capital verde nos vende como única, sentando las bases de una reiterada y ahora desesperada vuelta de tuerca expansionista para proseguir con el indispensable patrón de acumulación de capital que posibilita prolongar su reproducción. A costa, no nos cansamos de repetirlo, de más destrucción natural, más explotación y más opresión social. Preguntémonos por qué el autor de ese escrito se alinea con este molde capitalista y no con las personas que luchamos por la defensa y recuperación de un territorio que está expuesto a los altibajos del capital y que, con un único argumento falaz, trata de igualarnos a las acciones nazis. Bajo su perspectiva, deja en manos de una élite dictatorial, racista, patriarcal y genocida la única posibilidad de soñar y luchar por un entorno natural inalterado. Por consiguiente, a las personas que no pertenecemos a esa élite política y económica sólo nos queda sacrificar el territorio que habitamos y aceptar, no únicamente sus acciones, sino también las consecuencias que se derivan de ello. En realidad, su propuesta parece indicar que nuestro sitio, como pueblo, es dejar que el territorio quede a la suerte de un capital que ya está utilizando al fascismo como brazo ejecutor en la apropiación de territorios para transformarlos en mercancías que alimenten la falsa transición energética.


De hecho, ante el retrato de ese egoísmo paisajista hipócrita, el autor opone la visión de un país repleto de centrales eólicas, como símbolo de un internacionalismo anticolonial, donde cada cual asume los costes estéticos de sus necesidades de consumo. No puede ser auténtica la ingenuidad de esta proyección. Tenemos el ejemplo de Alemania, que ya ha instalado aerogeneradores en cada rincón de su territorio y sin embargo necesita carbón y petróleo más que nunca. Es evidente que el internacionalismo de la industria renovable reside en su carácter financiero: lo internacional de este despliegue no es la lucha al cambio climático sino los fondos de inversión y las empresas energéticas que lo lideran, que, entre otras cosas, son las mismas aquí que en América Latina.


Respecto al carácter anticolonial, también sorprende la aparente ingenuidad del artículo: ¿no sabe el autor que las instalaciones de falsas renovables requieren de minerales y tierras raras cuya apropiación por parte de grandes empresas está causando guerras y desastres humanitarios y naturales en muchos lugares del mundo?; ¿No sabe el autor que mientras que Alemania luce sus molinos parados, a la vez envenena Namibia, gracias a las relaciones coloniales que mantiene con ese país desde hace más de cien años, para producir el amoniaco necesario para abastecerse de hidrógeno “verde”? Cuando cita el ejemplo de la Polonia de hace diez años, como caso exitoso de implantación masiva de infraestructura eólica, ¿ignora que ese país, al igual que otros de la Europa Oriental, ha sido justamente uno de los territorios de colonización, también financiera, de las potencias europeas occidentales que, desde su anexión, han explotado sin miramientos sus recursos naturales y humanos?


Sus argumentos se caen como un castillo de naipes. Sin embargo, no nos oponemos a la imposición del internacionalismo financiero y colonial de la industria renovable desde la mirada de un nacionalismo imperialista, como sí hace la extrema derecha. Por un lado, si queremos transitar hacia una sociedad metabólicamente equilibrada, el sujeto de una auténtica soberanía energética no puede ser pensado en términos de Estados, que son territorios demasiado grandes, diversos y desiguales, sino de comunidades locales. Por otra parte, abrazamos el internacionalismo de la solidaridad entre comunidades levantadas en defensa de su territorio, sabiendo que luchamos, desde situaciones diferentes, contra las mismas empresas y las mismas dinámicas devoradoras. Por eso decimos “ni aquí ni en ninguna parte”, que no es un eslogan vacío, como insinúa el autor, sino una hoja de ruta. Parafraseando un dicho indígena centroamericano, podríamos decir que el internacionalismo que practicamos significa que “defendiendo mi territorio, defiendo el de todas las personas; y defendiendo el de todas las personas, defiendo el mío”. Pero ese “nosotras/os” para el cual queremos soberanía y derechos, se expande incluso más allá que la humanidad sometida a la violencia del capital. Nuestra visión es que la naturaleza, el territorio y las personas somos lo mismo. Que no hay alguien que defiende y alguien que tiene que ser defendido, sino que somos parte de ecosistemas naturales en los que tenemos que aprender a vivir en equilibrio, si queremos sobrevivir. Cuando impugnamos la defensa de las especies de ave amenazadas por la industria eólica en nuestro territorio, no es por un capricho interesado, como sugiere el autor, sino que lo hacemos porque entendemos que somos parte de un mismo ecosistema y participamos en los complejos equilibrios que nos sustentan. Por eso la defensa de la tierra tiene que contar con todas las especies, porque si se hace a costa de ellas, no va a llevar a ningún buen puerto.


Y aquí llegamos al segundo punto sobre el que queremos reflexionar, es decir, la acusación que plantea el autor de que, oponiéndonos a la implantación de la industria de las energías renovables, nos hacemos responsables de retrasar la búsqueda de soluciones al cambio climático, en un momento en que ya no queda tiempo por lo que hay que actuar con toda urgencia. Este argumento tampoco nos convence. Por un lado, la sensatez dice que, ante un momento tan crítico, es conveniente hacer las cosas con calma y bien pensadas. Por otro, como sabrá perfectamente el autor, la ciencia lleva más de cincuenta años avisando de los efectos perversos del crecimiento infinito de producción y consumo sobre la naturaleza y, por consecuencia, sobre el desarrollo de la humanidad. Después de varias décadas de conferencias internacionales, pactos e informes que no han conducido a ninguna política efectiva para la reducción de la contaminación por Co2, ahora nos vienen a decir que tienen que destruir a toda prisa los montes, las tierras de cultivo, los ecosistemas marinos... saltándose incluso leyes de protección ambiental y de especies, porque necesitamos una solución urgente. No es creíble. Sobre todo, si consideramos que la industria eólica y fotovoltaica ya han tenido otros momentos de auge financiero, para luego decaer por consideraciones de rentabilidad económica, aunque ya existiera la urgencia climática. Y lo mismo pasa con el hidrógeno, que ya hace diez y veinte años se investigó de manera intensiva, desechándose por ser una tecnología inadaptable y económicamente ruinosa para la mayor parte de los usos energéticos que necesitamos.


No vamos a permitir que sacrifiquen los territorios cuando sabemos que el auge de estas tecnologías se debe, una vez más, a una dinámica de burbuja especulativa, y serán abandonadas cuando cambie el viento o se acaben las subvenciones. Pero no es sólo eso. El cambio climático, como el autor seguramente sabrá, es sólo uno de los aspectos, y ni siquiera el más grave, de una crisis ecológica sin precedentes que incluye el problema más general de la contaminación por sustancia químicas, la enorme cantidad de los residuos, la escasez de materias primas, la disponibilidad de agua potable, la destrucción de biodiversidad etc. Incluso si encontráramos una fuente de energía infinita y no contaminante, como en algún momento pareció que podía ser el hidrógeno o la fusión nuclear, incluso si pudiéramos encontrarla, eso no haría más que empeorar el problema, pues un planeta finito no puede sostener una economía basada en la explotación siempre creciente de los recursos y la emisión masiva de residuos y contaminación. La lucha al cambio climático que se impone hoy desde las instituciones y las empresas se basa en una visión muy sesgada de la crisis ecológica que, a todas luces, solo sirve para avalar el despliegue de una industria fuertemente subvencionada. En realidad, ninguna tecnología podrá salvarnos, porque la solución no es técnica, sino que es social. Y en este aspecto, hay muchas cosas que se podrían hacer y que no se están haciendo: promover la descentralización de las ciudades, que son monstruos devoradores y contaminantes, como justamente reconoce el autor, pero que no son la única posibilidad de vida que tenemos; favorecer la recuperación de los bosques, que son los que verdaderamente absorben el Co2; reducir el consumo de fósiles: en vez de subvencionar otras fuentes para añadirla al consumo y seguir consumiendo petróleo más que antes, abrazar la disciplina de la agroecología en favor de la soberanía alimentaria; actuar de verdad sobre el sistema de transporte y la industria alimentaria, por ejemplo, para reducir el consumo de combustibles. Hay tantas y tantas cosas que se podrían hacer y sin embargo, lo único urgente es destruir los pocos espacios naturales que quedan para implantar molinos, placas fotovoltaicas, grandes museos, incineradoras, trenes de alta velocidad, macrogranjas tanto en el interior como en la zona marina, resorts turísticos... ¡No lo vamos a permitir!


La responsabilidad de retrasar la búsqueda de soluciones reales a la crisis ecológica es de quienes especulan con la energía y con la naturaleza, y de quienes avalan sus intereses elaborando argumentos intelectuales, como es el caso de este artículo. Lo que es urgente es imaginar, experimentar e implementar cambios en la organización de la vida y la economía a todas las escalas, para encaminarnos hacia una sociedad que acepte los límites de reposición del territorio evitando todo dominio de unas personas sobre otras, es decir, más cercana a la naturaleza y a la vida.


Podríamos extendernos mucho más sobre los temas que plantea el artículo, pero ya hemos ocupado tiempo en esto y tenemos mucho que hacer. Estuvimos en Iruña el 1 de febrero para manifestarnos contra la criminalización de la defensa del territorio. Y estamos preparando una gran manifestación en Gasteiz el 22 de marzo, contra la amenaza de los macroproyectos y contra la aprobación del Plan de Energías Renovables del Gobierno Vasco. Para concluir, nos permitimos dar un consejo al autor, que es miembro de un partido que dice querer representar al pueblo: que vuelvan a aprender a escuchar al pueblo, porque el pueblo organizado tiene consciencia e inteligencia y quizás sea eso, no lo molinos ni las placas, ni la cementación de los hábitats naturales lo que nos pueda salvar.


[1] Laurnaga, Gorka (2025, 13 de enero). La belleza de Berghof. Corriente Calida. https://corrientecalida.com/la-belleza-de-berghof/


2025/03/13
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